domingo, 29 de marzo de 2020

Corbatita

Fue una charla de amigos. De esas que ocurren muy de vez en cuando, porque los hombres somos así, nos cuesta abrirnos y contar nuestros problemas. Es nuestra omnipotencia. A ello se agrega que el turco siempre fue un poco machista y autoritario, producto quizás de una raza muy particular.
Lo cierto es que me sorprendió su confesión. Nunca supuse que ese café en el House me revelaría un ser diferente, sensible y atormentado por un hecho que había trascendido lo estrictamente personal.
Cabizbajo, preocupado y con voz temblorosa, a punto del llanto, me contó que su mujer había tenido que ir desde Ezeiza hasta Tigre a llevar a "corbatita" a realizar una intervención quirúrgica. En efecto, "corbatita" padecía de sinusitis y era preciso una operación de urgencia.
Inicialmente me transmitió su preocupación y pensé que "corbatita" era el apodo de su pequeña hija y, temiendo ser desconsiderado, le pregunte; quien es "corbatita"? Mi canario, me respondió!
Entre sorprendido y aturdido por la respuesta le dije: tu canario!!?? Si, me dijo, mi esposa fue hasta Tigre, que de casa son como 100 kilómetros, para operarlo de sinusitis, la operación costó 12 pesos. Pero ahí no termina la historia. Me contó que regresada su mujer de Tigre, lo vio a "corbatita" con el piquito pelado y la carita de susto y casi se pone a llorar.
Pero si la historia culminara en este instante sería simplemente un relato de un tierno, de un hombre que detrás de esa caparazón de hombre recio y duro, se descubre un ser humano sensible y preocupado por los mas débiles. O quizás se deba a una debilidad por las aves, producto tal vez de que su abuelo vendía pajaritos en una de las tantas calles laterales del Gran Bazar de la vieja Istanbul.
Sin embargo, la historia tomará ribetes dramáticos cuando un día después del inicio de la convalecencia de "corbatita", el turco recibe a un grupo de amigos en su casa para disfrutar de la cena semanal en la que, además de hablar de las cosas que hablamos los hombres, se entregaban libremente al placer de las libaciones etílicas.
Entre ellos había uno que, oculto en la amistad que el alcohol nos brinda, preparaba el golpe que el turco jamas imaginó.
Así, entrada la noche y antes que todo terminara en escándalo -cuando el pelado fue a la cocina a buscar en las alacenas algo para llevar a su casa- uno de los comensales se separódel grupo y se acercó a la jaulita de "corbatita" aprovechando la distracción que generó la requisa al pelado.
Una vez al lado de "corbatita" comenzó a sacudir la jaulita profiriendo una serie de párrafos en un idioma desconocido. El pobre pajarito, se agarraba con las patitas e incluso con sus alitas de los fierritos de la jaula para no caerse. Con las pocas fuerzas que le quedaban luego de la brutal agresión, cansado y sediento, bajó hasta el vasito para reponerse y encontró lo que sería su final. En efecto, el vasito había sido llenado vilmente de Champagne.
Tres días después, en una mañana soleada, "corbatita" voló por ultima vez y abandonó la casa del turco.
A pocos metros de allí, el armenio, celebraba en soledad su pequeña venganza.
En un país muy lejano y muchos años después, la disputa entre turcos y armenios se cobraba otra víctima.
Confitería Ideal

Un sitio vacío. Las mesas y las sillas dispuestas alrededor de una hipotética pista de baile esperan en vano por los comensales.
La gente ya no viene espontáneamente. 
La confitería se llena de gente sólo cuando se organiza la milonga.
Todo está quieto. La guitarra en la vitrina, el sombrero. Una foto de Gardel nos ilustra antiguas visitas del zorzal. Todo forma parte del pasado. El pasado que, como siempre, se resiste a serlo. El pasado siempre quiere ser presente y futuro. En realidad, los que queremos siempre ser presente somos nosotros, los hombres. Aunque paradójicamente ese presente que queremos se encuentra en el pasado.
Justamente el recuerdo es la forma que tenemos de hacer presente el pasado.
Las experiencias que vivimos antaño nos vuelven una y otra vez a nuestra memoria. Condescendiente con nuestros deseos perdidos, la memoria mitifica lo vivido, lo torna a veces heroico, a veces trágico, otras simplemente felices. Es como que la felicidad del pasado es mucho mas intensa que la felicidad actual. Salvo que nuestro pasado sea olvidable.
Quizás se deba al anhelo de conservar todas esas felicidades e ir sumando otras nuevas. Es el fín que tenemos de acumular.
Nuestra felicidad actual, en definitiva, se compone también de la felicidad pasada; y de la infelicidad también. 

La serie de Lucho

David Le Bretón en su libro “Antropología del cuerpo y Modernidad” señala que en la civilización medieval “el hombre no se distingue de la trama comunitaria y cósmica en la que está inserto, está amalgamado con la multitud de sus semejantes sin que su singularidad lo convierta en un individuo en el sentido moderno del término”.
Es a partir justamente de la Modernidad cuando el ser humano se transforma en individuo, por circunstancias que no es menester explicitar aquí y que muy bien lo hace el autor señalado.
Esta individuación del ser humano ha llegado en la actualidad a límites insospechados y cada vez nos resulta más atractivo el conocer acerca de las vidas individuales. Cada vida contada nos parece una historia fascinante aún cuando esa vida pueda parecer común. Las vidas de quienes nos precedieron en el tiempo se transforman en heroicas a nuestra vista.
El hecho que nos sepamos individuos, separados de la comunidad, del nido que nos cobijaba en los tiempos de nuestra inocencia original, quizás nos impulse o me impulse a buscar la comunión de cuerpos de la cual sentimos o siento, nostalgia.
Los medios de comunicación ponen hoy a nuestro alcance un sinfín de historias individuales de las cuales somos consumidores.
Esta historia no es de Netflix, es una serie en la cual no conozco al personaje, me lo imagino. Es mas una serie como las de los viejos radioteatros. Es una serie contada, en capítulos semanales. 
Nos la cuenta Julieta, mi hija. Es la serie de Lucho.
La ventaja de seguir una serie contada y no por Netflix u otra plataforma es que la riqueza de la misma tiene que ver más con las interpretaciones personales que con lo que se cuenta. Es más importante toda mi imaginación que la poca información que recibo en cada capítulo.
Si bien es una serie que tiene ya varias décadas, Juli nos empezó a contar la historia a partir de esta última temporada. Cada fin de semana Juli nos cuenta las vicisitudes del personaje y de los hechos que transcurren a partir de su salud. 
Lucho, un tradicional materialista dialéctico, muy culto y en proceso de escribir una biografía de Carlos Marx, sufre un problema de salud que lo obliga a producir una “revolución” en su ser. No es difícil adivinar que Lucho, ese viejo marxista que seguramente se esperanzó con la revolución socialista en la década del 60, con el Cordobazo, con la revolución permanente, es un personaje duro, extremadamente racional y por ende difícilmente de demasiadas muestras de emocionalidades. Quizás, además de las lógicas derrotas, se deba a una cuestión generacional.
Cada fin de semana es esperar un nuevo capítulo en el cual deseamos la buena noticia. A veces nuestra conciencia no encuentra una explicación a cómo es posible tener razón y no poder verificarlo en la realidad. Ese conflicto sin resolver a nivel conciencia se resuelve en el cuerpo. La revolución, la verdadera revolución permanente es descubrir quiénes estamos siendo, cuál es ese conflicto que no resolvimos y liberar todas nuestras fuerzas. Es el proceso de la dialéctica que entra en contradicción. Generalmente lo aplicamos para las fuerzas sociales y las fuerzas de la naturaleza, pero no lo hacemos para nuestros pensamientos. Es como si en nosotros operara el famoso fin de la historia. Todos los fines de semana esperamos un nuevo capítulo de la serie de Lucho. Cada uno de ellos nos atrapa y nos conmueve al punto que nos gustaría ser parte de la serie para poder decirle al personaje lo que pensamos. Sabemos que es una serie y que nosotros somos meros espectadores o escuchas, el protagonista es otro. Sin embargo sin conocer al personaje, sólo imaginándolo deseamos poder escuchar la serie por muchas temporadas. 

La omisión de Dios

Los cabalistas consideran que las sagradas escrituras tienen cuatro sentidos diferentes; el literal, el alegórico, el simbólico y el secreto. De la misma forma podríamos considerar que los hechos de la vida comparten tales interpretaciones. En mundos interpretativos, los hechos se convierten en metáforas. También considera la tradición hebrea que en la biblia está contenido todo el universo; que Hashem Elohim le transmitió a Moisés la palabra y que en ella está contenido lo que fue, lo que es y lo que será.
Nos dirigimos en un viaje de placer a un pequeño poblado a unos pocos kilómetros de Yacanto, llamado San Miguel de los Ríos. Un viejo amigo al que no veía hace 38 años es dueño de una estancia de unas sesenta hectáreas, con una vieja casa y una apacible hostería. Pasando Yacanto se termina el asfalto y el camino se convierte en ripio. Desde arriba de la montaña se observa a lo lejos el cerro Champaquí, el más alto de la provincia de Córdoba y más acá una serie de montañas más bajas con quebradas y colores diversos entre los que predominan el amarillo y el verde. El amarillo del suelo de altura y el verde de un pinar plantado por el hombre.
Desde arriba la visión es hermosa. A medida que descendemos nos acercamos a un río con un vado para sortear que nos adentra en un nuevo paisaje. Los árboles que predominan son coníferas y la sombra nos invade y nos enseña otro universo. A los pocos metros, a la izquierda, se encuentra la entrada a la hostería, con una tranquera y un corto camino con algunas araucarias que nos reciben. Al fondo una casa de piedra con la chimenea humeante y unas prolijas habitaciones en dos plantas a su lado.
Ya instalados en la hostería, salimos rápidamente a explorar el lugar. Al fondo se observa una casa de piedra, antigua también, después supimos que es de 1930 y más allá un precipicio de una cincuenta metros, nos señala que abajo corre un río, el Tabaquillos. Su color nos impacta, ya que el agua cristalina, las piedras y las plantas, le otorgan un color verde-azulado de una extraordinaria belleza. 
La zona está rodeada de plantas autóctonas, entre las que se encuentran hierbas aromáticas, todos arbustos bajos por la altura del terreno. Nos encontramos a más de 900 metros de altura. Sin embargo, el hombre ha plantado diferentes árboles que, increíblemente se han adaptado perfectamente. Así encontramos diversas clases de pinos, araucarias, nogales, avellanos y un sinnúmero de especies.
Las emociones vividas en el lugar nos invitan a la reflexión y nuestra primera expresión fue: “¡esto es un paraíso!”.
El paraíso es la representación mítica del hombre de un espacio idílico, el espacio en el que su inocencia lo protegía de todos los peligros. 
El paraíso es el jardín de Edén, Gan Edén en hebreo. El Génesis nos enseña que Dios colocó allí a Adam y a su compañera Javá (la que da vida) o Eva. La escritura nos enseña el lugar donde fue establecido el jardín, aunque no precisamente. Si sabemos que de un río que fluía de Edén nacían cuatro ríos, dos de ellos conocidos por nosotros, el Tigris y el Éufrates.
En el centro de dicho jardín plantó Dios, dos árboles muy particulares, el árbol de conocimiento del bien y del mal y el árbol de la vida.
El hombre y la mujer comieron del primero y adquirieron el discernimiento; aprendieron a juzgar, a definir qué es lo bueno y qué es lo malo. Así, perdieron la inocencia original y perdieron la protección de esa inocencia. A partir de ese momento tuvieron conocimiento de su existencia en el mundo, separados del mundo. Por ello se quedaron solos.
A partir de ese momento los seres humanos conocimos la nostalgia, que no es otra cosa que el dolor que nos causa el habernos alejado del nido.
Las escrituras nos dicen que Hasem Elohim plantó un jardín en Edén. De tal afirmación podemos interpretar que no fue el único que plantó. Si así fuera hubiera dicho “plantó el jardín” y no “un jardín”. 
Sentados en una piedra, a la vera del río Tabaquillos, sintiendo los aromas de las plantas, el sonido del agua y la observando las montañas, nos vino esta reflexión, ¿por qué Dios omitió decirnos que plantó otro jardín muy cerca de Yacanto?
En este jardín no somos inocentes, el juicio nos domina, aunque nos sentimos uno con la naturaleza. Sabemos que fuimos expulsados de Edén, pero al menos nos podemos solazar con este otro jardín. Que en él recuperamos por unos días las sensaciones que habrán tenido Adam y Eva antes de comer del árbol. Que, en definitiva, estamos en una permanente búsqueda de volver al nido, de sentir el abrazo que nos contenga y que nos diga que no estamos solos.
Finalmente subimos nuevamente la montaña y abandonamos San Miguel de los Ríos. Desde arriba mirábamos el jardín que acabábamos de abandonar y sentimos nostalgia. La misma nostalgia que debieron sentir Adam y Eva al abandonar el jardín de Edén. Somos ellos, somos Adam y Eva que permanentemente están buscando volver a la inocencia, la que teníamos de niños.
Seguramente la omisión de Dios fue intencionada, otra no podría ser la conclusión. Omitió decirnos de este jardín y seguramente de muchos otros; quizás el jardín también sea un patio pequeño donde jugaba todo el día a la pelota, o una calesita en la que me esforzaba en sacar la sortija o un viaje a Córdoba en Fiat 600; tal vez sea mirar a mis hijos, quizás sea un libro, quizás mi amor. No existen los paraísos perdidos, si no los encontramos es porque no los buscamos.





La lección de Alberto

¿Qué diferencia un hecho real de uno de la ficción? Que el hecho real sucede o sucedió efectivamente y el de la ficción, bien puede suceder. La historia que voy a contar no es de la ficción, es real, sucedió en el año 2001, pero bien podría ser ficción. El encadenamiento de los hechos y su resolución le da un cariz irreal, fantástico, fantasioso, pero es verdad, sucedió.
No encuentro razón para poner el personaje en tercera persona porque soy yo el protagonista, sin embargo, algunos nombres es menester cambiarlos; no es ya necesario condenar a alguien por sus actos después de tanto tiempo, lo importante es lo que la historia narra y la conclusión que podemos obtener de ella, su moraleja.
Era marzo de 2000, época muy atribulada en Buenos Aires, mucho más que ahora, agosto de 2019. Tenía algunos pesos/dólares guardados y por recomendación de mi amigo Nelson decidí financiar a un empresario de la industria metalúrgica en operaciones de compra y venta. Vulgarmente se los llama chatarreros. Estaba a punto de abandonar mis funciones de asesor de directorio en un banco y pasé de tener una reunión con un director el martes, a cargar un camión con aluminio y cobre el miércoles en la cooperativa de energía eléctrica de Mar de Ajó. Siempre me caractericé por ser muy versátil.
El acuerdo con este empresario era: te doy el dinero para comprar los metales, vos los vendés y te quedás con el 30% de la ganancia. O sea, yo asumía todo el riesgo y él, sin poner un centavo obtenía su ganancia.
Algunas primeras compras y ventas fueron exitosas aunque los pagos comenzaron a demorarse hacia mediados de año. Viajé con la familia de vacaciones de invierno con la promesa de mi socio que, al regresar, tendría el pago. Sin embargo, pasaron los meses y el pago no ocurría.
Alberto, digamos que se llamaba Alberto, era una persona muy educada, con una buena esposa y dos o tres hijos. Vivía en una casa muy linda en el conurbano de Buenos Aires y mantenía largas conversaciones conmigo acerca del futuro de su familia y del país que teníamos. Hasta aquí, preocupaciones normales de todo argentino desde hace 70 años, más o menos. Por lo menos desde que se decidió adoptar el esquema de sustitución de importaciones en nuestra economía, lo que produce invariables crisis periódicas que nos ponen en el mismo lugar que unos años antes. Pareciera que siempre sucede lo mismo, que vivimos en una especie de espacio mítico, idílico, pero desgraciado. Es como que estamos en un proceso de eterno retorno, pero no al nido o a la inocencia primordial, sino al momento que el ser humano comió la manzana y descubrió que estaba solo en el mundo.
De todas formas, las palabras de Alberto no resultaron inocentes, nunca son inocentes.
Llegado a enero de 2001, recibí de Alberto una serie de cheques que, no era necesario ser abogado para determinar que los mismos eran incobrables. Imagine usted en enero de 2001 un cheque postdatado a marzo, librado en la provincia de Formosa.
Los cheques me eran permanentemente sustituidos por nuevos cheques de las mismas condiciones y mi inquietud iba en ascenso.
Llegó el día entonces, miércoles 28 de febrero de 2001 por la mañana, hablo telefónicamente con Alberto quien me dice, quedate tranquilo que el viernes te cancelo la deuda, eran cuarenta mil dólares; accedí a esperar al viernes.
El día viernes 2 de marzo, en la oficina de mi amigo Nelson, mi asesor de inversiones, llamo al celular de Alberto; me atiende una persona que me dice que ese no es el teléfono de Alberto; le digo que no puede ser y me dice que si puede ser; es más, no era la voz de Alberto. Corté y le dije a Nelson, no tiene más teléfono.
Mi inquietud se veía a simple vista al punto que mi asesor de inversiones Nelson me dijo, vamos mañana a la casa a hablar con él.
El sábado 3 de marzo de 2001 fuimos hasta la casa de Alberto. Bajamos de mi camioneta ridículamente vestidos Nelson y yo con un pantaloncito blanco y la camiseta de Brasil, ¡iguales! Toqué timbre y a los pocos segundos, por entre la persiana barrio aparece un señor mayor y me pregunta qué deseo. Le dije que buscaba a Alberto a lo que me responde que en esa casa no había ningún Alberto.
Conocía esa casa y era la de Alberto por lo cual no podía ser que no hubiera ningún Alberto. Descreído y ya un poco vehementemente le dije que llamara a Alberto porque iba a buscar a la policía. Tras ese pequeño incidente salió un joven de unos cuarenta años muy amable y me contó que ellos eran los nuevos propietarios de la casa, que la habían comprado el martes 27 de febrero con todos los muebles a la familia que vivía antes: la familia de Alberto.
Agradecí su sinceridad, subimos con Nelson a la camioneta y le dije, vamos hasta la casa de la madre a unas pocas cuadras, allí tiene el galpón con la mercadería y el camión. Bajamos y espié por el agujero de la cerradura hacia adentro del galpón. Si, efectivamente, estaba vacío, ni la mercadería ni el camión ni nada. Subimos nuevamente a la camioneta y espeté a Nelson, se fue a ¡España!
Hacía unos meses Alberto me había comentado que tenía intenciones de irse a vivir a España por el futuro de sus hijos. En ese momento lo tomé como un deseo motivado en la situación del país, aunque sentado en la camioneta luego de espiar por la cerradura me di cuenta que había sido una confesión.
Nelson me acompaña siempre en mis impulsos así que inconscientemente nos fuimos rápidamente al Aeropuerto internacional de Ezeiza a buscar información.
Fui a Iberia y a Aerolíneas Argentinas y preguntamos si había viajado una familia con el apellido de Alberto y me comentaron que no podían ver si habían viajado, pero si me podían informar si iban a viajar. En ambos casos no surgía de los listados de próximos pasajeros el apellido de Alberto.
Me quedaba una última instancia, mucho más difícil, pero valía la pena intentar; nos acercamos a Migraciones, así vestidos de jugadores de la selección de Brasil y le comenté al funcionario que me atendió, que una persona se había ido del país con mis cuarenta mil dólares y que los quería recuperar, siempre esas circunstancias generan empatía. Luego de llamar a su jefe, le pasé el número de documento y me dijo, si, se fue el miércoles 28 de febrero; a España le dije, me contestó que no me lo podía decir, pero su gesto fue de asentimiento, ok a España contesté, muchas gracias.
A esa altura ya tenía un dato, se había escapado a España. Exacto, escapado, esa es la palabra adecuada. El problema es que España tiene más de quinientos mil kilómetros cuadrados, cómo encontrarlo. Si se iba a Madrid u otra gran ciudad, cómo saber de él. Tenga en cuenta lector que en 2001 los celulares no tenían roaming, no había redes sociales, la internet era más limitada, no existía Google, aunque muchas veces la decisión puede más que todo.
Alberto tenía un hermano con una casa de sanitarios en la Boca al que fuimos a visitar con Nelson el día lunes, se lo notaba muy preocupado y escuchamos por un buen rato sus lamentos y su desconocimiento del paradero del hermano. Que no sabía si se había ido a Mendoza, que su esposa, con sus hijos, habían ido a otro lado y otros relatos que sabía que eran fábula.
Luego de escuchar atentamente sus mentiras y dejando que hable para que tome confianza, lo interrumpí diciéndole que tenía información fehaciente que su hermano estaba en España y que había viajado el miércoles 28 de febrero. Se quedó helado. Al punto que me confesó sorprendido y con miedo que habían ido con familiares y amigos en un micro a despedirlo.
Le pregunté dónde estaba y me dijo que no sabía, que lo único que me podía decir era que en el Aeropuerto de Barajas lo estaba esperando su primo Javier Colet (digamos que se llamaba así para no revelar su verdadero nombre, que recuerdo perfectamente) y nada más y que su primo era profesor de paddle.
Nos fuimos con Nelson un poco más cerca, pero también un poco más lejos. ¿Cómo encontrar a una persona en España?
Llegué a mi casa y subí a la computadora. Allí, abrí el Altavista, el navegador que usaba en esa época y comencé a buscar. Luego de muchas páginas en las que no hallaba indicios, llegué a la última, en esa época había una última página de búsqueda, hoy son infinitas. Allí, casi al final leí, “Profesor Javier Colet, profesor de paddle del Colegio SEK El Castillo de Madrid”. Tomé el número de teléfono del colegio y bajé corriendo para que mi esposa llamara; una voz femenina iba a ser menos sospechosa para el prejuicio general. La atendió alguien que reconoció su acento argentino, era otro argentino que le comentó que el profesor estaba en el polideportivo y le dio el número. A este nuevo número llamé y me atendió el profesor. Me presenté como un amigo preocupado de Alberto que quería saber algo de su estado actual, cómo había llegado, dónde estaba, etc. Javier Colet me comentó que lo había ido a buscar a Barajas y lo había dejado a él y a su familia en La Cañada y que recién lo vería el próximo domingo. Le agradecí, corté y subí corriendo a la computadora a buscar en Altavista ¿qué era La Cañada?
Villanueva de La Cañada es una urbanización de la periferia de Madrid hacia el noroeste. Allí se encuentra ubicada la Universidad Alfonso X El Sabio, por lo cual es una pequeña ciudad de universitarios que en esa época era parte del boom inmobiliario de España, con cientos de edificios en dúplex completamente vacíos que esperaban ser habitados. Hoy, seguramente esos inmuebles siguen vacíos.
El hermano de Alberto, en su consternación ante la revelación de mi conocimiento acerca de su paradero me había comentado que su cuñada creía que había conseguido trabajo en un lavadero de ropa. Así, sabía que Alberto estaba con su familia en Villanueva de La Cañada y que su esposa, probablemente trabajara en un lavadero de ropa.
Ante esa situación mi impulso fue decir, ¡me voy a España!
¡Se lo comenté a Nelson quien rápidamente me dijo ¡vamos! y rápidamente me dijo, ¡tengo vencido el pasaporte!
Eliminado Nelson, había varios interesados en acompañarme a Madrid. Si hubiera tenido que ir a buscar a Alberto al Amazonas seguro iba solo.
Allí apareció un número puesto; Laurita. Ella te acompaña me dijeron. 
Laurita es mi cuñada, era mi cuñadita y trabajaba en un banco en esa época. En el sector de escrituraciones. Le dijo a su jefe que iba a hacer trámites a La Plata. Fue un trámite de 5 días y un poco más lejos.
El lunes 5 de marzo saqué dos pasajes a Madrid para el martes 6 de marzo en el avión de Iberia de las 13,30 hs. Alquilé un vehículo desde Buenos Aires.
Tomé conciencia de la locura que estaba cometiendo, arriba del avión cuando estaba sobrevolando Brasil. Me dije, qué estoy haciendo acá arriba yendo a Madrid a buscar a una persona, cómo lo voy a encontrar. Hoy reflexiono acerca de ese pensamiento y me doy cuenta que muchas empresas se llevan a cabo impulsadas por actos de inconsciencia, por actos que si los razonáramos un poco más no los llevaríamos a cabo jamás.
Arribamos a Madrid bien temprano en la mañana y retiramos el auto. No había GPS así que con un pequeño mapa pusimos proa hacia Villanueva de la Cañada. Tomamos la M-30 y salimos en Las Rosas hacia Majadahonda, pasamos por Villafranca del Castillo, para llegar a finalmente a Villanueva de la Cañada. Entramos por el Camino Real y dimos unas vueltas por un pueblo desolado ya que en esa época del año en la universidad no había clases. En una calle con un pequeño boulevard vimos un lavadero de ropa en el que suponía podía trabajar la esposa de Alberto. Dimos otras vueltas y vimos un bar abierto para comer algo; el mediodía estaba cerca.
Sin embargo, decidimos ir hasta un teléfono público que había por el camino real, a la entrada del pueblo, para llamar a Buenos Aires y avisar que habíamos llegado bien, ya que como es sabido, todavía no existía el Flight Radar para conocer el trayecto del avión, su altura, velocidad, marca, número de vuelo, ni WhatsApp, ni Facetime ni toda la información que hoy tenemos.
Llamamos a Buenos Aires, avisamos de nuestra llegada y decidimos ir para el bar a almorzar.
La existencia del ser humano está llena de incógnitas. Seguramente esas incógnitas tienen una explicación, aunque todavía no la podemos dar; en realidad si la podemos dar, pero no podemos validar nuestro juicio, no lo podemos justificar.
¿Existe el destino o nuestras acciones son producto del libre albedrío? Filósofos, religiosos, poetas han dirimido a través de los siglos estos dos ámbitos sin llegar a una conclusión definitiva. Todo lo que ocurre es necesario decía Spinoza. El problema es que no podemos conocer de antemano esa necesariedad. Conocemos post facto. Solo los profetas hace ya muchos siglos tuvieron un conocimiento anterior de los sucesos.
Lo cierto es que un hecho insólito que solo podemos calificar como azaroso ocurrió al salir de ese teléfono público sobre el Camino Real de La Cañada.
Borges en su poema dedicado a Alfonso Reyes nos dice en sus versos iniciales “el vago azar o las secretas leyes que rigen este sueño, el universo…” y yo puedo decir lo mismo en este caso; ¿lo que ocurrió es atribuible al vago azar o a las secretas leyes que rigen este sueño, el universo? 
En efecto, subimos con Laurita al auto, tomamos el camino Real y decidimos doblar en la calle con un pequeño boulevard en el medio. Al girar a la izquierda, en la esquina, a pocos metros de la parada del ómnibus, vi un hombre parado con el rostro mirando hacia ninguna parte, con un diario y una carterita bajo el brazo. Estaba esperando, como quien espera el ómnibus, pero me estaba esperando a mi. ¡Era él! Era Alberto, estaba ahí, solo habían pasado dos horas de mi llegada a Europa, a España, a Madrid y ya lo había encontrado. ¡Le grité a Laurita, ahí está! Fue increíble, paré el auto por la calle del boulevard, sin que me viera, bajé desesperado y crucé el boulevard atravesando un alambrado que tenía para proteger unas plantas como quien entra al ring. Me desplacé por detrás de una camioneta Volkswagen blanca, esas a las que llamamos pan lactal y lo acometí desde un costado. Lo tomé fuertemente de su brazo izquierdo a la altura del bíceps y le espeté. ¡Te encontré, estafador! Alberto me miró con una cara entre la resignación y el estupor y me dijo: “Me encontraste”. Una semana exacta desde su huida, lo había encontrado. Creo que es cierto lo que pienso, ahora me doy cuenta, me estaba esperando. Estaba esperando que lo encuentre. 
Me prometió que me devolvería el dinero, que le diera un año de plazo. Esas pavadas que decimos cuando estamos acorralados. Lo amenacé con nada, le dije que lo llevaría a la policía y que Interpol lo devolvería preso a la Argentina. Le ordené que me acompañara y subiera al auto. Laurita pasó rápidamente al volante, él subió atrás y yo de acompañante. El intentó alguna explicación y Laurita se puso áspera, la miré sorprendido y pensé, ¡qué brava que es!
Fuimos al bar y saqué lapicera y papel y le hice firmar dos pagarés por la deuda con la fecha antedatada y en la ciudad de Buenos Aires, de otra forma tendría que haber hecho el juicio en España. Por lo menos ya había conseguido algo. Algún derecho hereditario tenía en Argentina que me permitiría cobrar la deuda en caso que no lograra llevarme el dinero de España.
Finalmente le propuse llevarlo a su casa y me comentó que vivía en otro pueblo, en Quijorna, distante seis kilómetros de La Cañada. Lo llevamos y lo dejamos en la esquina de su casa. Vivía en la calle Quejido 16. Me pidió que al otro día a las ocho horas pasara a buscarlo por el mismo lugar donde lo estaba dejando y me prometió que iríamos al banco a sacar el dinero para cancelarme la deuda; no quería que me viera su esposa. Asentí y respeté su situación, aunque estaba decidido firmemente a volver con el dinero a Buenos Aires.
Cuando nos fuimos sentí un momento de zozobra. Pensé, me vine hasta España, lo encontré y ahora lo dejo ir así nomás; se va a escapar esta noche y no lo encuentro más y me voy a sentir peor todavía.
Fuimos a desayunar con Laurita y a pasear a Madrid durante todo el día. Ella sí aprovechó el viaje, pensar que unos pocos años antes nos decía que no tenía ningún interés en conocer Europa. Era la época que escuchaba Erasure.
Al otro día, a las ocho en punto de la mañana llegamos a la esquina que habíamos dejado a Alberto el día anterior, realmente con poca expectativa de verlo aparecer. Por dentro estaba convencido que se había escapado con su familia a la noche. Pensaba que podía haber huido a Portugal o bien a una región alejada de España.
Sin embargo, a las ocho y cuarto aproximadamente, veo un hombre a lo lejos que venía caminando. Cabeza gacha, paso lento y cansino, derrotado. Subió al asiento del acompañante -Laurita se había pasado atrás- y me dijo “¡Se pudrió todo! Mi esposa no quiere saber nada de pagarte.”
Arranqué el auto y le dije, “vamos para tu casa”. Allí, apoyada sobre la mesada de la cocina estaba la esposa de Alberto. La vi por la ventana; estaba llorando. Pasamos, la saludé, le expliqué la razón de mi llegada a España, lo entendió, la paré a Laurita que seguía áspera y convinimos en que me darían el dinero.
Laurita volvió antes, yo me quedé una semana hasta que venciera el plazo fijo para llevar a Alberto y su esposa al banco a fin de que me devolvieran el dinero.
Estuve todo el día caminando por la Gran Vía con los dólares en el bolsillo. España todavía no era miembro de la comunidad y no existían los euros.
A la noche del jueves 15 de marzo tomé el avión de regreso a Buenos Aires. Sentado en la butaca del avión venía pensando, satisfecho por haber terminado esta historia de forma positiva, en Alberto. Creo que la culpa por su conducta hizo que lo encontrara; durante mucho tiempo creí que si alguien roba es ladrón o si estafa es estafador. Hoy no estoy tan seguro. Hoy estoy convencido que Alberto tomó una decisión muy errónea para su forma de pensar y que esa circunstancia lo llenó de culpa. Esa culpa lo hizo vulnerable y lo hizo muy visible. En realidad, hoy creo que el me estaba llamando para redimirse, para cumplir con su deuda conmigo de una u otra forma. Espero que Alberto haya encaminado su vida, se había equivocado y el universo le dio una gran lección.







El álbum de figuritas

Teníamos más o menos diez años. Era la época en la que nos juntábamos a la tarde, después del colegio a jugar al fútbol en todas sus formas, desafío, cabeza a cabeza, flan flan, pateo y mareo. También jugábamos con los muñequitos que se usan para la torta en una especie de metegol; alguno tenía el metegol ese en el que los jugadores estaban fijos y tenían un resorte que permitía el disparo del balón y el arquero volaba de palo a palo manejado con una manija que estaba atrás. Había otro que era malísimo, se presionaba una tecla y el jugador, parado sobre una base redonda se movía en semicírculo para patear.
Así pasábamos nuestros días, llenos de fútbol. Jugábamos mucho a las figuritas también; recuerdo esas que eran de chapa, les decíamos “las chapitas”, en las que estaban las figuras de los jugadores. También venía en el paquete, una calcomanía muy linda con los escudos de los clubes. Jugábamos mucho a las figuritas y eso nos hacía conocer a todos los jugadores de todos los equipos de primera. Cuando llenabas el álbum recibías un premio. Nunca habíamos conocido a nadie que hubiera ganado el premio.
Un día salió un nuevo álbum de figuritas muy particular; tenía jugadores de fútbol, boxeadores y automovilistas.
En todos los casos había una figurita que era la más difícil. Este no era la excepción y más aún, eran tres las más difíciles. Un futbolista, un boxeador y un automovilista.
Como estábamos jugando al fútbol todo el día sobre la ancha vereda de Av. Del Trabajo, hoy devenida Av. Eva Perón, en Mataderos, necesitábamos pelota. Usábamos la pulpo grande de goma, las pelotas de Plastibol, que no eran aptas para ese tipo de partidos y nunca una pelota de cuero. Lo ideal era tener una pulpo grande recién pinchada para que no picara tanto y terminara en la calle.
Lo cierto es que con Alejandro y Albertito decidimos unir nuestras fuerzas y juntar las figuritas para intentar llenar el álbum.
Fuimos a lo de doña Cata, sobre la calle Albariño, una italiana toda vestida de negro que tenía mercería, y kiosko y compramos el álbum y las primeras figuritas. 
Casi sin darnos cuentas comenzamos a llenar el álbum y nos faltaban cada vez menos.
En un momento nos llegaron a faltar las tres más difíciles. De los jugadores de fútbol la más difícil era la de Ricardo Maletti, un marcador central de San Lorenzo; de los boxeadores, Carlos Monzón y de los automovilistas Héctor Gradassi.
Un día Alejandro nos dice, conseguí a Gradassi y a los pocos días viene Albertito y nos dice, ¡compré a Monzón! Cualquier transacción era válida, el premio era la pelota de cuero. ¡En esa época comprar una pelota de cuero era parecido a comprar hoy una playstation!
Faltaba Maletti.
Una tarde, muy temprano, sería la hora de la siesta y no se porqué yo no estaba durmiendo, ya que mi mamá me hacía dormir la siesta aunque no quisiera, pasé caminando por la casa de Juanchi. Juanchi era un chico menor que nosotros, tendría siete años, que vivía por Corvalán en una casa con un jardín al frente y un tapial bajo con la puerta de hierro. 
Juanchi era hincha de San Lorenzo y estaba en ese momento en la puerta. Me detuve, lo saludé y vi que tenía en sus manos un pilón grande de figuritas. Le pedí que me las mostrara y al ir pasando de una en una, ¡¡¡¡lo vi a Maletti!!!! Si bien por dentro sentí una estallido de ansiedad que de algún modo quizás lo exterioricé, traté por todos los medios de que la situación pareciera normal. Sin embargo no podía dejar de pensar que ahí, en las manos de Juanchi, estaba la pelota de cuero. Dejé que pasara algunas figuritas mas y le pedí que retrocediera. Llegó a Maletti y le dije a Juanchi que le cambiaba esa. Me dijo que no, le ofrecí dos, me dijo que no, le ofrecí cuatro, me dijo que no, que la mamá no lo dejaba; busqué persuadirlo, le dije que era conveniente, le daba otros jugadores de San Lorenzo de mi pilón, pero no. No quería que se diera cuenta que Maletti era la más difícil, sino nunca me la cambiaría; tampoco quería utilizar mi última oferta porque no hubiera resistido un nuevo no. Sin embargo la tuve que hacer, le dije a Juanchi que le daba todas mis figuritas, una pila de más de cien. Finalmente, al ver semejante cantidad, accedió. Me dio a Maletti. Apenas la tuve en mis manos, salí corriendo y de lejos le agradecí. No le di tiempo ni a arrepentirse.
Fui a ver a mis socios y les mostré la figurita más difícil y la pegamos en el álbum. Más tarde fuimos corriendo a lo de doña Cata a presentar el álbum completo. 
A los quince días aproximadamente, luego de ir reiteradas veces al kiosko a preguntar, ¿llegó la pelota? Recibimos el premio tan deseado, una pelota número cinco de cuero blanca y roja que retiramos con gran alegría.
Decidimos tenerla una semana cada uno, aunque siempre la usábamos cuando jugábamos juntos.
Los días de felicidad que nos esperaban con la pelota los imaginábamos interminables. Ninguno de nosotros, ni Ale, ni Albertito, ni yo pensamos que la alegría fuera a durar tan poco. Un día, más o menos al mes de tener la pelota, nos dispusimos a hacer un partido sobre la vereda de Corvalán, justamente para no exponer a nuestro tesoro a que se vaya a la calle sobre la avenida en la que pasaban las líneas 36, 103, 97 y 141.
Sobre Corvalán no pasaban casi autos y era una calle angosta, allí estaría a salvo de esos riesgos.
Comenzamos a jugar un lindo partido, la pelota se comportaba tal cual lo imaginábamos y nosotros nos sentíamos jugadores de fútbol de verdad, con una pelota de cuero, como los jugadores de primera. Si bien no era la hermosísima Pintier blanca que yo ya usaba como jugador de infantiles de San Lorenzo, en nuestros partidos de entretiempo en el Gasómetro, esta era lo más cercana a ella que podíamos tener.
Cuando en un momento determinado, la pelota se va inocentemente a la calle, la calle que como dije no pasaban casi autos y mucho menos colectivos, la calle tranquila que nos daba la seguridad que buscábamos.
En ese mismo momento, como si no existiera el azar y fuera todo obra de un destino prefijado, dobla de Av. Del Trabajo hacia esta calle tranquila, un colectivo 141, fuera de línea, si fuera de línea, vacío. ¿Con qué razón dobló allí, para qué dobló, quién lo mandó a doblar ahí? Justo en el instante que la pelota se iba a la calle, justo en el momento que el colectivo pasa. Justo en el momento en que el colectivo pasa por arriba de la pelota o que la pelota pasa por abajo del colectivo.
Sin embargo, si bien la pasó por arriba, no la mató, digo, no la reventó, la pasó por arriba con su doble eje trasero y quedó atrapada entre las dos ruedas. A nuestro primer suspiro de tranquilidad le siguió el grito desesperado, paraaaa, al colectivero y al ver que no se detenía, como yo era el más rápido, emprendí una frenética carrera por la vereda para que el colectivero me viera y se detuviera.
Lamentablemente mi carrera no fue lo suficientemente rápida para sobrepasar al colectivo y pude ver como la pelota se nos esfumaba entre las ruedas del mismo y me miraba de lejos quizás, con un llanto de desesperación.
Dios o el azar, como dice Borges, nos había llevado la pelota. En ese momento lo vivimos como una gran pérdida. ¿Porqué el universo nos había dado ese preciado objeto y nos lo había quitado en tan poco tiempo?
Con los años comprendí que el tiempo que compartimos con nuestras cosas y con nuestros afectos no es lo más relevante. Los años que compartí con mi padre fueron los suficientes para que hoy, aunque no esté, lo siga amando profundamente y siga presente en mi. Esa pelota, esa historia, perduran en mi, son míos definitivamente y nadie me las podrá quitar. 



Bienvenidos al tren


Inexplicablemente me encontraba subido a un elegante antiguo vagón de un tren. 
Las paredes estaban revestidas en madera, el techo forrado en cuero negro. Las luz era suficiente y provenía de unas hermosas lámparas. El vagón no tenía ventanas. Pude ver solamente un asiento; era de madera muy bien barnizado.
En el vagón iban unos cuantos pasajeros, todos hombres. Iban callados y de pie. El ambiente que se descubría era de tristeza.
Conmigo subió uno de mis hijos que, con su alegría y vitalidad contrastó inmediatamente con el ambiente circundante. Este hecho provocó mi especial atención. Algo en mi interior disparó un alerta; un íntimo temor ante alguna percepción que no comprendía.
Ante tal circunstancia comencé a pensar cuál era el destino del tren, quiénes eran los pasajeros, por qué razón estaban tristes, iban todos al mismo destino? Qué hacíamos mi hijo y yo en el tren?
Debía tomar una decisión rápida ya que en el tren nadie hablaba, el silencio era unánime y no se por qué razón yo no hacía las preguntas a los pasajeros.
Me atormentaba pensar que algo malo pudiera ocurrir ya que conmigo estaba mi hijo.
De repente, sin darme cuenta si el tren había estado en movimiento o detenido, se abrieron las puertas del mismo y vislumbré una estación. En el andén se notaba una atmósfera diferente. La gente hablaba, se escuchaban ruidos,  había alegría, incluso la luz del día hacía que los colores que observaba desde adentro del tren, fueran más vivos, más intensos. Sin embargo, adentro del tren, todo era tristeza, ningún pasajero descendía y todo era monotonía.
En un arrebato lo empujé a mi hijo y lo hice descender del tren. Inmediatamente se cerraron las puertas y todo volvió a ser lo que era antes. Ya no veía la alegría del exterior. Todos los pasajeros seguían cabizbajos, callados y con tristeza en sus rostros.
Mientras tanto mi mente seguía trayendo infinidad de imágenes y haciendo infinidad de elucubraciones. El temor me volvió a invadir luego de la calma pasajera ante el descenso de mi hijo. No sabía qué hacía en el tren.
Una situación más que extraña terminó por preocuparme definitivamente. Sobre la única butaca  del vagón – en la que inexplicablemente no había nadie sentado- observé un sobre carta de color negro junto a una rosa roja. El sobre tenía mi nombre completo en letra cursiva de color gris.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo  y me paralizó por unos breves instantes. Una vez repuesto del shock, tomé el sobre, lo abrí y entendí que era una tarjeta de participación de una casa mortuoria anunciando un fallecimiento.
Miré a mi alrededor pero no observé a los demás pasajeros con un sobre similar al mío; por lo menos no lo tenían en la mano, aunque desconocía si lo habían recibido o no.
El vagón, ahora recuerdo, no tenía comunicación con los demás vagones, quiero decir, estaba aislado de los demás vagones así como del exterior, como ya expliqué, por la falta de ventanas.
Tomé el sobre y me apoyé sobre el frente del vagón al lado de la puerta. Miraba el sobre negro, la rosa roja, los pasajeros y, de repente, se abrió nuevamente la puerta.
Estábamos en otra estación, las mismas imágenes afuera, las mismas imágenes adentro. Yo, no participaba de ninguna de las dos, estaba desesperado decidiendo, qué hago, sigo en el tren o me bajo; será mejor seguir o será mejor bajar?
Por suerte o por desgracia, no tuve que tomar esa decisión, me desperté.
Creo que cuando llegue el momento oportuno ya sabré si seguir en el tren o bajarme definitivamente.

martes, 17 de septiembre de 2013

Sultán del ritmo


Mi amigo Emilio abrió la puerta de la vieja casa y me hizo pasar. Me había invitado a visitar la biblioteca de su abuelo ya que se había decidido a remodelar la casa para luego venderla y quería dar un destino a los libros que había en ella.
Mi amigo no es muy lector y no le da la relevancia que yo le doy a los libros. Entrar al escritorio en penumbras y ver allí tantos libros antiguos, me provocó una gran excitación.
Recorrí los anaqueles rápidamente con mi vista y Emilio me dijo “elegí los que quieras”. Al principio me dio un poco de vergüenza porque no quería mostrar la voracidad que tenía de llevarme, si era posible, todos los libros. Creo que si le decía dámelos todos, me los daba. Sin embargo, no me pareció que esa debía ser mi actitud.
Escogí unos pocos libros de autores clásicos, primeras ediciones muy bien encuadernadas que me despertaron una gran satisfacción.
Sin embargo, mi mesura en la apropiación de los volúmenes me tenía deparada una sorpresa.
En uno de los anaqueles superiores, extrañamente, y digo extrañamente porque esos libros no están nunca en los lugares inalcanzables de la biblioteca, vi un ejemplar de “Las mil y una noches”, en tres tomos, primera edición de editorial Aguilar. Una edición con bellas ilustraciones y la traducción del árabe de Rafael Cansinos Assens, la mejor traducción según Borges. Es un libro de gran valor en todo sentido y me sentí sumamente excitado al tenerlo entre mis manos. Pese a la acción bondadosa de mi amigo, tuve una respuesta quizás egoísta, ya que tomé los tres tomos entre mis manos y casi sin darle mucha importancia los bajé de la biblioteca y los incorporé al lote que ya había elegido. Oculté el valor que tiene el libro.
Emilio se retiró de la sala para realizar otros menesteres y  aproveché a sentarme en un antiguo sillón inglés para abrir al azar uno de los tomos del libro y detenerme a descubrir alguna historia.
Noche cuatrocientos cuarenta y cinco; Sherezad continuó con su relato, que es infinito y contó la historia de un Sultán de una región muy lejana  a Bagdad.
Una noche, Santoro, así se llamaba el sultán, organizó una fiesta para agasajar a sus amigos y recordar sus años pasados. Fue una fiesta de gran concurrencia donde todos se sintieron muy bien atendidos y en la que se brindaba permanentemente por la amistad y el reencuentro.
Bien entrada la noche, luego de mucha danza y diversión, algunos invitados comenzaron a abandonar el lugar, extenuados.
La esposa del sultán, la reina Gulnara, de gran cabellera rubia, se retiró de su presencia con un beso.
Sin embargo, Santoro permaneció junto a dos doncellas, danzando y divirtiéndose.
Cerca de él estaba el príncipe de una nación cercana al Bósforo, con su reina. Ella miraba al sultán con indisimulable deseo. Repentinamente sintió envidia por esas mujeres que lo rodeaban y danzaban junto a él. Que lo besaban en sus mejillas. Se sentía atraída. Quería descubrir el misterio que se le presentaba a su vista; un hombre que atraía a tantas mujeres. Quería descubrir lo que para ella era un secreto.  Quizás no era por el sultán sino por la situación que imaginaba, o quizás si. Las mujeres suelen ser muy imaginativas y tejer historias que, a veces, se convierten en realidad.
La reina Yelda, así se llamaba, imaginaba una historia que el sultán ignoraba. La reina se preguntaba cómo era posible que tuviera tantas mujeres. Que jugara tan al límite entre la reina y las doncellas. Si bien la poligamia estaba aceptada en el oriente, el sultán tenía una sola esposa. Quizás allí radicaba la intriga de Yelda.
La reina se preguntaba cómo era entonces que él se mostrara tan suelto y amable con esas mujeres ante el público.
Mientras tanto, el sultán ignoraba que era actor de otra historia que no fuera la que él estaba viviendo. Solo bailaba y reía; solamente se percató que estaba envuelto en una historia diferente a la que el creía, cuando la reina Yelda, comenzó a cruzarle miradas insinuantes y sonrisas cómplices.
Vivimos tantas historias como observadores hay de nuestras acciones. Mientras nosotros creemos estar viviendo una situación, para otro la historia es diferente. De tal modo que habiendo en la escena cuatro personajes, el sultán, la reina Yelda y las dos doncellas, cada uno estaba viviendo y sintiendo una historia diferente.
A veces, tenemos la suerte o la desgracia que esas historias se crucen; que lo hagan sólo dos de ellas o más. Una vez que llevamos a cabo cada uno de nuestros actos, los mismos son irreparables. El destino es irreparable. Sin embargo tenemos la posibilidad de elegir nuestras acciones entre un número infinito. Así, el destino es el que nosotros elegimos. La irreparabilidad del destino se produce una vez que elegimos.
Yelda, tomó la iniciativa y se acercó al sultán. La reina había elegido una historia. Todos elegimos una historia. No existe una historia verdadera, simplemente es la historia que nos contamos. Las historias que elegimos nos definen; somos esas historias.
Ya directa y decidida eligió la complicidad. Como en un antiguo juego de naipes, la reina pretendió descubrir las cartas.  Ante la mirada impávida e incrédula del sultán le habló en turco; le dijo "bu, düzenli", algo así como que es preciso mantener cierto orden en nuestras acciones. El sultán se sorprendió. Sintió en su interior que el espíritu estaba intacto. La declaración de esa reina le había creado un nuevo mundo. Las palabras no solo describen el mundo, también lo crean. Abren nuevas ventanas que podemos elegir o dejar pasar. Así, cuando nos dicen "te amo", el mundo nos cambió, nacen nuevas posibilidades. Nuestro mundo ya no es el mismo.
Santoro rápidamente comprendió que esa historia era diferente a la que él creía vivir. Sin embargo, celebraba excitado la interpretación de la reina.
Luego de la fiesta, el sultán tenía dos nuevas historias, había entrado en ellas. No sólo en la de la reina sino en la historia de las doncellas. Si bien, las posibilidades que se nos abren a futuro, son infinitas, sólo somos concientes de una pocas. Santoro celebró que de esas pocas que era consciente, dos por lo menos, lo excitaban.
Lo asaltaron las dudas y el recuerdo del árbol del bien y del mal.
El sultán, como Adán, estaba decidido a probar el fruto del árbol prohibido.
El libro del Génesis, de este modo señala la adquisición del juicio por parte del ser humano, fruto que no tiene relación con lo sexual sino con la adquisición de la facultad del hombre para emitir juicios, como Dios. El sultán se debatía en el juicio, entre lo que está bien y lo que está mal.
Es la eterna lucha entre las emociones y la razón. Entre nuestros dos cerebros.
Si existen tantas historias como seres humanos, hay cosas que para algunos están bien y para otros están mal. “Homo mensura”, el hombre es la medida de todas las cosas, decía Protágoras. Siendo así, a qué se le puede llamar el bien o el mal?
Quién dice, esto está bien y esto mal? Con qué autoridad?
El bien o el mal está en el juicio, no en la acción.
Ciertamente los seres humanos convenimos o coincidimos en el juicio que hay cosas que no se hacen, aunque cada vez son menos esas cosas.
 Algunos concluyen que el mal es aquello que perjudica, que lesiona, que lastima a otros.
Santoro, el sultán, no pudo dormir esa noche.
Mientras miraba al cielo, se imaginaba cometiendo sus deseos.
Ninguno que no pueda ser perdonado.

martes, 2 de abril de 2013

Una mirada diferente


El encuentro fue en una esquina casual.
Hacía ya varios años que se venían clavando la mirada y el azar o el destino evitaban el encuentro.
Una  secreta inteligencia que, indudablemente conocía el futuro, se negaba a que se produjera el momento fatal.
Sin embargo, había algo en los dos que se resistía. Ambos deseaban que se provocara ese momento que sería definitivo.
Hacía mucho tiempo que los compadritos habían abandonado las esquinas. Que éstas no eran el escenario de un duelo. Por eso sorprendía que esas dos almas se empeñaran en un enfrentamiento que seria el primero y el último.
El barrio era tranquilo y para esa época, principios de diciembre, se poblaba de jóvenes que disfrutaban del final de las clases. Las niñas y los niños se reunían para coquetearse mutuamente. Hasta altas horas de la noche. Eran tiempos de inocencia; las puertas de las casas se mantenian sin llave y la única supervisión y medida de seguridad era el alumbrado público y los vecinos que sacaban sus sillas y sillones a la vereda a tomar un poco aire fresco.
Lo que sucedió sólo lo puede referir una testigo de los hechos de la que hoy se desconoce su paradero. Alguna versión indicaba que se había ido a vivir al sur. Realmente no lo se.
Incluso la historia pasó desapercibida para los vecinos del barrio. Sólo algunos memoriosos relatan, de vez en cuando, las miradas fulminantes que se cruzaban entre ambos, bastante antes de ese momento definitivo.
Pasaron treinta y cinco años de ese suceso y hoy se volvieron a encontrar. No fue un encuentro convencional, no podía serlo. La trama secreta de la vida había hecho que se crucen  nuevamente. Treinta y cinco años después.
Tuvieron una charla amistosa. No había rencor en sus palabras. Recordaron si, que treinta y cinco años atrás habían coincidido en una esquina y que uno había había efectuado una oferta que el otro rechazó con un "no", intentando una breve excusa. Si bien no fue convincente, el otro entendió que había miedo, no obstante tuvo piedad y esperó una mejor oportunidad. Ambos creían que iba a haber otra oportunidad. Sin embargo esa oportunidad nunca llegó. Quizás fue lo mejor que les ocurrió en su vida. Paradójicamente para ellos fue el "no" más relevante de sus vidas. Fue un momento que quedará en sus memorias como triste y feliz a la vez.
En ese momento fatal, ellos tenían trece años, desde que estaban en jardín de infantes que se miraban con el amor de niños. Al final él se atrevió y la invitó a que fueran novios; ella por miedo le dijo que no.
Hoy, treinta y cinco años después hablaron del tema. Rieron y descubrieron que otro no podría haber sido el acontecer. Que esa secreta inteligencia que rige los destinos les tenía reservado una inmensa felicidad. Que les había hecho conocer otros seres con quienes habían repetido ese cortejo inicial y con quienes habían dado eternidad a sus almas a través de una hermosa descendencia. 
Ambos rieron por última vez y comprendieron que los hechos de la vida, sean que los definamos como buenos o malos nos dan la oportunidad de abrir los caminos hacia la felicidad.